Cómo medir de forma más justa la economía
Cómo medir de forma
más justa la economía
Un grupo de expertos pide usar otros
indicadores al margen del PIB para reflejar de forma más precisa el bienestar,
el impacto medioambiental y la desigualdad
Este es el escenario
que ha puesto sobre la mesa el debate sobre si el producto interior bruto
(PIB), la herramienta estandarizada para medir la riqueza de los países, es el
indicador adecuado para evaluar su progreso o si se necesita otro más vinculado
a la calidad de vida para que los Gobiernos elaboren sus cuentas y tomen las
mejores decisiones de gasto. Una discusión que ha estado presente esta semana
en el Foro Económico Mundial de
Davos. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económicos (OCDE) está liderando la corriente que antepone las personas a los
números. “El crecimiento medido como producción y consumo nos está costando muy
caro”, sostienen en la dirección del organismo. “No podemos utilizar el PIB
como único indicador de progreso económico porque nos ha llevado a muchas
distorsiones, como al incremento de la desigualdad en todos los países de la OCDE”.
La organización liderada por Ángel Gurría abandera la corriente del
crecimiento incluyente, una formulación más sofisticada, que se basa en
establecer como parámetro fundamental el bienestar de las personas en términos
de ingresos disponibles, de acceso a la educación, la salud, las
infraestructuras, la certidumbre en el trabajo o el empleo de calidad, entre
otras variables. “Tenemos que evaluar las inversiones públicas y privadas con
arreglo a una especie de checklist que indique los recursos naturales que se
van a perder al realizarlas o si van a apoyar al desarrollo de las comunidades.
Hemos elaborado un marco de crecimiento inclusivo en el que decimos a los
países que no vamos a renunciar al PIB porque es una medida internacional
estandarizada, pero hay que complementarla con otros indicadores para que sus
gobernantes tomen las decisiones en el marco del crecimiento inclusivo y puedan
modificarlas en términos de impuestos, gastos o de productividad en función de
cómo le estén afectando a la gente”, señalan desde la OCDE.
Experimento
Nueva Zelanda es el
primer país que ha abandonado la doctrina del crecimiento económico a cualquier
precio. En mayo pasado su primera ministra, la laborista Jacinda
Ardern, presentó los denominados presupuestos del bienestar. Unas cuentas que,
por primera vez, han puesto el foco en intentar atajar los problemas más
acuciantes de sus casi cinco millones de habitantes: la salud mental de la
población, la lucha contra la pobreza infantil, el apoyo a las comunidades
indígenas, la transición a una economía baja en emisiones y el impulso de la
innovación, explica Nigel Fyfe, embajador de Nueva Zelanda en Madrid.
Para ello ha puesto
sobre el papel 25.600 millones de dólares neozelandeses (unos 15.000 millones
de euros) para los próximos cuatro años y ha confeccionado el llamado Marco de
Condiciones de Vida, donde se analizan esferas del bienestar como medio
ambiente, salud, vivienda, identidad cultural, ingresos, consumo, empleo… “para
asesorar a los Gobiernos” sobre cómo sus compromisos políticos “pueden afectar
las condiciones de vida de toda la población”. La mitad del gasto se destinará
a las prioridades sociales. Los nuevos medidores todavía no han dado frutos. Lo
mismo que las políticas. “Necesitamos más tiempo, pues ambos son a largo plazo.
Lo importante es que hemos hecho el cambio”, indica Fyfe.
Aunque se ha aprobado
una partida de 455 millones de dólares neozelandeses (271 millones de euros)
para la puesta en marcha de un nuevo sistema de salud mental y reforzado con 40
millones el sistema de detección de suicidios, así como implementado 1.000
plazas para alojar a indigentes. El Gobierno mostrará la evolución de los
indicadores cuando se cumpla un año del presupuesto, a medida que las
disputadas elecciones generales, que se celebrarán este año, se acerquen. Porque
las variables de análisis de impacto, su semáforo de medición, es una pieza
clave para orientar las prioridades del gasto.
Nueva Zelanda ha
abierto la brecha, sostiene Diego Isabel La Moneda, director de NESI (Fundación
Nueva Economía e Innovación Social), una organización sin ánimo de lucro cuyo
objetivo es contribuir a cambiar el modelo económico para hacerlo más humano y
sostenible; pero otros dos Gobiernos, el islandés y el escocés, están
trabajando en ello a través de la Wellbeing Economy Alliance (WeAll), un
laboratorio de políticas innovadoras destinadas a mejorar el bienestar más allá
del PIB. En él participan los tres Ejecutivos y más de 60 organizaciones
civiles internacionales, entre las que figura NESI.
Porque, según Isabel
La Moneda, hacen falta nuevos indicadores que estén al servicio de las personas
y del planeta. “El PIB no sirve para tomar decisiones sino para que los países
compitan entre sí”, aprecia. En su opinión, la propia ciudadanía tendría que
participar en la decisión de la suma de marcadores que evalúe su calidad de
vida y su progreso. Variables no solo cuantitativas sino cualitativas y que no
tendrían que ser las mismas para todos los países.
Es la idea alentada
por la OCDE, “porque con nuestro arsenal de análisis económico no estamos
capturando los intangibles, que son precisamente los que generan confianza
entre la ciudadanía”, sostiene. También por el Banco Mundial,
que ha incorporado en su recién presentado su barómetro de desarrollo humano un
nuevo índice de movilidad social.
El Premio Nobel de
Economía de 2001, Joseph E. Stiglitz, es el adalid de la corriente que
cuestiona el PIB por sus limitaciones como indicador de progreso. “Si solo nos
concentramos en el bienestar material (por ejemplo, en la producción de bienes,
más que en la salud, la educación y el medio ambiente), nuestra visión se vuelve
distorsionada [...]. Nos volvemos más materialistas”, escribía en este
periódico, en su artículo Más allá del PIB, hace poco más de un año.
A su juicio, las métricas inadecuadas han llevado a políticas ineficientes,
como la austeridad obsesiva tras la crisis, que hubiesen podido reconducirse
con otros medidores. “Es hora de retirar los indicadores como el PIB”, ha
escrito más recientemente en The Guardian, a la vista de las tres crisis a las
que se enfrenta el mundo: la climática, la de la desigualdad y la de la democracia.
“Si medimos lo incorrecto, haremos lo incorrecto. Y debe quedar claro que, a
pesar de los aumentos en el PIB, a pesar de que la crisis de 2008 se dejó muy
atrás, no todo está bien. Vemos esto en el descontento político que se propaga
por tantos países avanzados”.
Porque el crecimiento
ahora es muy limitado en los países desarrollados y la productividad no está
aumentando como cabría esperar con el avance tecnológico. El modelo se agota.
El debate no es nuevo, resurge cada cierto tiempo, explica Jesús
Fernández-Villaverde, profesor de Economía de la Universidad de Pennsylvania,
desde que, como respuesta a la Gran Depresión de 1929, el economista estadounidense
Simon Kuznets, el inventor de la contabilidad nacional, crease el
PIB para recoger en una única cifra la producción económica de los países para
que los Gobiernos se sirvieran de ella para la planificación económica.
“Entonces explícitamente se dijo que era una medida económica, no de bienestar.
Pero a la gente se le va olvidando e iguala PIB con bienestar”. Y ahora vuelve
a reaparecer otra vez de la mano de Stiglitz y de la OCDE. El problema
—sostiene— es que no está tan claro lo que hay que medir y qué peso se le da a
cada variable, pues para algunos es más importante la educación y para otros la
salud; hay quien quiere poner el foco en la igualdad y quien en la esperanza de
vida. Es una cuestión de valores y no hay unos mejores que otros.
Los indicadores
subjetivos dan miedo y la mitad de los que evalúan el bienestar social lo son,
opina el exalcalde de Paraguay y creador de la Fundación Paraguaya, Martín
Burt, que ha confeccionado un tablero de decisión basado en 50 variables para
que el ciudadano pueda elaborar a través de una herramienta online su plan
personal para salir de la pobreza. Y provocan temor entre otras cosas, dice
Fernández-Villaverde, porque los políticos los pueden distorsionar. “El PIB no
es perfecto, pero es el mejor de los sistemas existentes”, sostiene.
El profesor es
partidario de añadir métricas a las existentes, pero no participa de la idea de
encontrar un agregado único de todas esas variables. “Me parece muy bien
reportar cada vez más números, aunque creo que el súper PIB que intenta
encontrar Stiglitz vaya a poder ser. Entre otras cosas porque muchos
indicadores sociales se revisan con una frecuencia muy baja”, añade.
“Uno de los elementos
más importantes de la discusión es si se va a tratar o no de un menú de
indicadores o si se van a integrar en uno solo. No soy muy amiga de presentar
un indicador agregado porque oculta muchas cosas”, apoya Nora Lusting, profesora
de la Universidad de Tulane (EE UU).
Las limitaciones más
importantes del PIB son que deja fuera el trabajo doméstico, —que tiene su peso
social por cuanto condiciona la igualdad de género— y que no considera el daño
ambiental sobre la deuda y los activos financieros, que arrojaría un menor crecimiento
económico si lo hiciera, aprecia Raymond Torres, director de Coyuntura y
Análisis Internacional de Funcas. El medio ambiente es precisamente donde se
detectan por primera vez los cinco mayores riesgos globales, según el Foro
Económico Mundial que se ha reunido esta semana en Davos. En la localidad suiza
el consejero delegado de S&P Global, Douglas L. Peterson, ha señalado que
el PIB no recoge tampoco la economía sumergida o la evasión de impuestos, que
en muchos países pueden representar hasta el 35% del PIB. Pero es un indicador
crítico para las decisiones de inversión, dijo.
Otros barómetros
como el coeficiente Gini,
estándar mundial para calcular el grado de desigualdad de los países, tienen
grandes fallos, indica Lusting. “No se está captando bien el ingreso
de los ciudadanos y por eso no sabemos cuál es el grado de desigualdad real y
cómo evoluciona. Necesitamos las declaraciones anonimizadas de impuestos para calcularlo.
Pero solo el Gobierno de Uruguay facilita esta información”, explica. Además,
todos indicadores de desigualdad usan la desigualdad relativa, cuando las
diferencias absolutas son las que crecen.
Los nuevos marcadores
del progreso han de reunir al menos tres ingredientes, en opinión de Bruno
Lanvin, director de Índices Globales de la escuela de negocios Insead: detectar
el sentimiento de la gente, que se puede medir a través de su comportamiento; ser
dinámicos para poderse comparar en el tiempo y, lo que es más complicado,
incorporar los objetivos de la sociedad, que no son los mismos en Occidente que
en los países en desarrollo, ni en las ciudades que en las zonas rurales. Según
Lanvin, los economistas que confeccionan índices los están revisando
actualmente por el avance de la tecnología, del big data, y por el factor
humano.
“Nos movemos de una
economía tradicional a una economía digital y debemos introducir variables
digitales en los indicadores. El acceso a la tecnología puede ser uno de los
primeros elementos de exclusión social. Hay que repensar los índices”, opina
Antonio García Zaballos, asesor de telecomunicaciones del Banco Interamericano
de Desarrollo (BID). “Debemos dar respuestas a los políticos, que necesitan
evaluar el progreso ciudadano cuando el crecimiento del PIB es bajo como hoy, e
identificar nuevas fuentes de expansión”, dice Lanvin.
La UE busca fórmulas
para que cuando se mida el crecimiento económico no se pierda de vista el bienestar.
El Fondo Monetario Internacional también habla de ello. El examen que pasan los
países europeos incluye también el análisis de un conjunto de indicadores
laborales y sociales, a los que la Comisión Europea planea incorporar objetivos
medio ambientales, como el Banco Central Europeo. Los ministros de Economía de
la UE han discutido cómo fortalecer los vínculos entre la política económica y
las decisiones en materia de calidad de vida. En la reunión en el consejo de
esta semana han debatido las políticas que ve prioritarias para 2020: la
sostenibilidad, la productividad, la estabilidad económica y la justicia
social. Pero a pesar de ese esfuerzo, el nivel de exigencia con las políticas
sociales no es tan estricto como en la esfera de las finanzas públicas, informa
Lluís Pellicer. Al fin y al cabo, el PIB sigue mandando.
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