Hace
tres décadas era una villa de pescadores. Hoy es el Silicon Valley de China.
Una megaciudad en la que han nacido gigantes como Huawei o Tencent. Joven,
ultrarrápida, competitiva. Y a la que acuden buscavidas de todo el país, y de
medio mundo, a prender la mecha de sus sueños electrónicos.
1. La eficiencia es la vida
SHENZHEN
ESTÁ MUY BIEN”, dice Eric Hu. “Si logras sobrevivir a ella”. Habla rápido.
Piensa rápido. Lleva el pelo disparado, camiseta raída, deportivas. Mira su
móvil a menudo, un Huawei, marca china, y con orgullo: “El iPhone”, dice, “es
una basura”. Es de noche a este lado del mundo y conduce su Audi Q5, en cuyo
retrovisor bailan dos peluches de Hello Kitty. Quiere mostrar algo en el centro
de esta ciudad masiva, símbolo del capitalismo asiático, una especie de El
Dorado tecnológico donde los recién llegados buscan emular a los fundadores de las
grandes compañías del país. Aquí han nacido gigantes como Huawei, segundo productor mundial de
teléfonos inteligentes y líder en redes de telecomunicaciones, y Tencent, una
de las mayores empresas de Internet del planeta, creadora de WeChat, el WhatsApp chino, con 1.000
millones de usuarios. Pero hay otras 8.000 empresas de alta tecnología. El
sector aporta un 40% a la economía de la ciudad. Y ese PIB es monstruoso: el de
Shenzhen se codea con el de Irlanda; el de la región, conocida como el Delta
del Río de la Perla, que incluye otras ocho urbes de China y las regiones
especiales de Hong Kong y Macao, es equiparable al de toda Rusia.
Entre volantazos, Hu va enviando mensajes de voz a
través de WeChat (“WhatsApp es otra basura”). Fundó hace tres años una start-up de drones resistentes al agua
llamada Swellpro. Obras de ingeniería con ocho patentes propias y una cámara 4K para
grabar escenas marinas. Se venden por 1.600 euros. La mayoría acaban en
Occidente. Muchos, en manos de gente adinerada con barcos o yates. Pero nacen
en una zona polvorienta, a las afueras, donde se sucede el paso de camiones,
los obreros jovencísimos duermen en pisos junto a las fábricas y uno encuentra,
caminando por sus callejuelas, todo tipo de negocios de manufacturas
tecnológicas. Shenzhen, cuenta, es el mejor lugar para la innovación. Con una
cadena de suministro de componentes electrónicos inigualable. “Atrae a gente
joven, educada, enérgica”, dice Hu. “Va a toda velocidad. La competencia es
altísima”. Los rascacielos brillan a través de la ventanilla. “Este lo
levantaron en dos años”, señala uno. Cruza una zona de libre comercio recién
abierta por el Gobierno. Carriles atascados. Coches caros. Y, al fin, se
detiene. Desciende y señala la inscripción en unas piedras. En caracteres
chinos se lee la filosofía que define la ciudad: “El tiempo es dinero. La
eficiencia es la vida”.
Hu nació en 1980, año en
que Deng Xiaopingconvirtió Shenzhen en la primera
zona económica especial del país. Una puerta abierta al liberalismo, a la
iniciativa privada. Un experimento de la China del futuro. La ciudad era un
pueblo de pescadores con 30.000 habitantes. Hoy, el censo oficial ronda los 12
millones; el extraoficial alcanza los 20. Una locomotora a la que llegan
cientos de miles de buscavidas al año. Ingenieros hipercualificados, legiones
de obreros. No se ve un rostro viejo en la calle. La edad media ronda los 28.
En Shenzhen casi nadie es de Shenzhen. Él creció en una zona rural de la
provincia entre gallinas y cultivos de arroz. Estudió ingeniería, trabajó en
una fábrica de móviles de Samsung (en la región se encuentran muchas de las megafábricas del mundo) y en 2005 se
mudó a la ciudad a probar fortuna. Pulió el inglés vendiendo USB y cámaras.
Luego se lo montó por su cuenta. Su negocio, explica, consiste en “desarrollar
productos; no uno barato, sino innovador, alta tecnología”. Esboza ideas; sus
ingenieros diseñan y ensamblan hasta dar con un prototipo. Su último invento es
un proyector portátil del tamaño de un puño. Shenzhen, explica, es el paraíso
del hardware. Lo físico, el artefacto.
Con un ecosistema ultraveloz donde el paso de la idea a la producción en serie
sucede en un suspiro y casi en la misma manzana. Y mientras sueña con dar el
gran golpe, recuerda con nostalgia su primer apartamento compartido en un
barrio del que hoy no queda más que el templo budista. Allí ahora se yerguen
los rascacielos del parque tecnológico, donde hay unas 1.300 empresas; un
centenar de ellas cotizando en Bolsa.
2. El gigante tecnológico
YU CHENGDONG ENTRA en la sala de juntas
sin corbata y seguido por una secretaria con tacones altos y peluche colgado
del móvil. Saluda en español. Habla un inglés rocoso. Es el consejero delegado
de una de las tres patas de Huawei, la división de teléfonos y otros productos
de consumo. Suman un tercio de los ingresos de la multinacional, cuya
facturación ronda los 65.000 millones de euros, cuenta con 180.000 empleados en
170 países y lidera el mercado de móviles en China; en España se bate el cobre
con Samsung por el primer puesto; en el mundo, el mano a mano es contra Apple,
ambos a la zaga de Samsung. El ejecutivo asegura que la compañía no hubiera
existido de no haber nacido en Shenzhen: “Hace 30 años, cuando China no era tan
abierta, se convirtió en una ciudad de acogida. Capitalista en lo económico, no
en lo político. De estilo occidental. Donde se podía desarrollar una gestión
moderna”. Él, ingeniero de la Universidad de TsingHua, “el MIT chino”, se unió
a la empresa en 1993, cuando empezaba a desarrollar infraestructuras
telefónicas. Huawei fue fundada en 1987 por el exmilitar Ren Zhengfei con
apenas 5.000 euros. Una empresa privada cuya primera sede se encontraba entre
cultivos. Hoy se han trasladado a un campus tecnológico de 200 hectáreas a las
afueras de la ciudad, con universidad propia, apartamentos para trabajadores,
jardines zen y furgonetas que desplazan a sus empleados de un edificio a otro
con el aire acondicionado a todo trapo. Pero no están contentos. “Podemos
hacerlo mejor”, dice Yu. Y para mostrar que andan en ello han invitado a su
sede a medio centenar de instagramers, youtubers y periodistas occidentales (entre
ellos, El País Semanal). Según el CEO,
“nuestro problema no es la innovación. En eso somos fuertes. El gran reto es
que no somos una marca conocida. Nadie la conoce”. El marketing, la gran tragedia china. Una lucha contra sí
mismos para pasar de ser sinónimo de producto barato al artículo de alta gama.
Durante dos jornadas de conferencias y powerpointsen el interior de una moderna mole de vidrio
que, a vista de pájaro, tiene forma de llave, directivos desgranan detalles de
su próximo lanzamiento, el móvil Mate 10, cuyo chip Kirin 970,
aseguran, emula al cerebro humano: “Unidad de procesamiento neuronal”, lo
llaman. El teléfono, a punto de lanzamiento (salió a la venta en octubre), está
custodiado en un maletín con tres cerraduras (numérica, de llave y por bluetooth), se colocan guantes blancos para tocarlo,
hacen firmar contratos de confidencialidad antes de echarle un ojo. Y en cada
receso proyectan anuncios en los que una voz sensual de mujer susurra sueños
electrónicos.
También han decidido abrir sus
puertas para mostrar una cara transparente, dinámica, que recuerde a sus
competidoras estadounidenses. Recorremos laboratorios donde ingenieros con bata
torturan equipos y terminales para medir su resistencia. En las estancias hay
carteles que avisan: “Prestad atención a la información de seguridad para
proteger nuestras patentes”. Una visita exprés atravesando pasillos
interminables y desiertos de mármol. Nunca oficinas con trabajadores. Está
prohibido sacar fotos en la mayoría de salas. Y, al contrario del mundo que uno
imagina, pongamos, en Google, se ven mesas de pimpón, pero sin red. Piscinas
paradisiacas con horarios estrictos. Mesas de billar cubiertas. Al foráneo no
se le permite conversar con empleados de forma espontánea. Y el ingeniero
autorizado a charlar, bajo la mirada de sus jefes, responde así sobre sus
aspiraciones personales: “Se parecen al eslogan de la compañía: construir un
mundo más conectado”. El control es férreo. “Es una empresa militar”, ironiza
un financiero que conoce el sector, en referencia a los años de juventud de su
fundador en el Ejército Popular.
Si uno quiere hablar sin trabas
con un empleado de Huawei, toca irse al Pizza Hut más cercano al campus. En
una mesa hay cuatro telecos extranjeros.
“Somos la ONU”, bromean. Vienen de Brunei, Sri Lanka, Egipto y Costa de Marfil.
Especialistas en redes, han venido a formarse en la sede. Suspiran porque desde
que aterrizaron no han podido mirar Facebook y WhatsApp funciona solo a rachas:
olvidaron instalar en el móvil, antes de viajar, una VPN (red privada virtual)
con la que los usuarios sortean de forma cotidiana la gran murallachina de
Internet y acceden al otro lado de la censura. No hay que olvidar dónde
estamos. Ni lo cerca que se encontraba esos días el XIX Congreso Nacional del Partido Comunista
de China:
la prensa regional habla de la necesidad de “erradicar rumores políticos online”. Durante la comida, cuando al fin logran
conectar con el otro lado, el
egipcio exclama: “¡Soy libre!”. El grito suena extraño en boca de los creadores
del sistema. Pero esta es una ciudad de contradicciones, donde conviven las
multinacionales de fast food y
las banderas comunistas en cada avenida.
3. Los inventores
SI EN SILICON VALLEY se sueña en
los garajes, muchos de los recién llegados a Shenzhen con ínfulas digitales se
asientan en apartamentos de Baishizhou, un barrio laberíntico, de estructura medieval y
algarabía callejera, con viejos edificios de poca altura desde cuyas ventanas
se puede estrechar la mano al vecino del bloque de al lado. Cuenta con unos
150.000 habitantes, 20 veces la densidad de población del resto de la ciudad. Y
en sus recovecos se mezclan jugadores de mahjong,
vendedores de lichis y pescado vivo, desplumadores de patos, marañas de cables
que cuelgan hasta el suelo como yedras y jóvenes hipsters que regresan de hacer deporte a media
tarde. La zona ha quedado acordonada por rascacielos. Y ya existe un plan para
derribarlo y levantar sobre sus escombros torres de vidrio y acero.
Shenzhen es la urbe que más rápido se ha convertido en
una megalópolis en la historia, según Juan Du, profesora de arquitectura en la
Universidad de Hong Kong. En 1979 ni siquiera contaba con el estatus de ciudad.
Hoy posee 49 edificios que superan los 200 metros de altura, incluido el
segundo más elevado del país, de casi 600 metros; y hay otros 48 en camino. El
fervor inmobiliario la ha convertido en la burbuja más cara de China: el metro
cuadrado cuesta 5.500 euros de media. Y los chengzhongcun (“aldeas
en medio de la ciudad”) quedan como testigos enanos de la era en que todo
comenzó. En ellos, los alquileres aún son aceptables y atraen a gente como Eli
MacKinnon, de 28 años, un neoyorquino que trabaja en Insta360, una start-up local que fabrica cámaras de realidad
virtual.
MacKinnon habla chino con
destreza, se desenvuelve bien con su porte atlético, pero se ha quedado viejo:
el fundador de la empresa, JK Liu, tiene 26 años. Y la edad media entre sus 250
empleados es de 24. Impresiona el ambiente de trabajo en la sede: jóvenes, casi
adolescentes, teclean concentrados, sentados en hileras en una estancia con
enormes cristaleras a través de las cuales se ven edificios a medio hacer.
Muchos tienen grandes peluches junto al teclado. Se explican: son almohadas. A
la hora de comer apagan las luces, colocan el peluche sobre el escritorio y
echan la siesta. Luego siguen trabajando.
La compañía nació en 2014 y la historia de su fundador
ya ha aparecido en Forbes: JK Liu se
mudó a Shenzhen con compañeros de la Universidad de Nanjing, convencieron a una
firma de capital riesgo y acabaron creando cámaras portátiles, asequibles, que
se acoplan al móvil y captan el mundo en 360 grados. Tras un rato en su sede,
entre gafas de realidad virtual y bolas futuristas con visión de pez, da la
sensación de que las imágenes gobernarán el planeta en breve. MacKinnon nos
guía hasta una azotea, en la planta 29, para mostrar las virguerías que se
pueden hacer con los inventos: registrar escenas tipo Matrix, en las que el retratado queda congelado. Selfies en los que uno parece contenido en una
esfera. Desde lo alto se escucha el taladro incesante de las obras. Un sonido
envolvente, también en 360 grados. Si uno cierra los ojos, parece que el suelo
temblara bajo los pies. La ciudad en estado febril, gruñendo como un crío en un
pico de crecimiento. Quizá sea el sonido del capitalismo, el de los imperios en
su apogeo. “Quien llega a Shenzhen viene con la idea de que puede crear algo
por sí mismo”, dice MacKinnon. “De que no hay barreras que no pueda saltar.
Supone un verdadero cambio en la mentalidad china”.
Jason Gui representa esa nueva
China. Tiene 26 años y lleva unas gafas que de lejos parecen de diseño. Las ha
impreso con una máquina de 3D. Toca con el dedo una patilla y comienzan a
emitir la música de su móvil, o eso dice él, porque no se oye nada: solo vibra
una protuberancia en las varillas, y esa vibración, en contacto con un hueso de
su cráneo, hace que la oiga dentro de su cabeza. Las ha bautizado a la francesa,
Vue, pero él nació en Shenzhen. Su familia se mudó desde el interior de China.
Les fue bien, pillaron años de boom inmobiliario,
y él ha estudiado en Australia, Nueva Zelanda y EE UU. Pasa la mitad del año en
San Francisco, donde se encuentra la rama de marketingy
diseño de su compañía, y la otra en Shenzhen, donde tiene la pata de I+D en
este espacio llamado Hax, una aceleradora de start-ups con capital estadounidense,
a cuya sede acuden emprendedores de medio mundo para pulir prototipos en sus
talleres repletos de cables. Entre pantallas, asoman el rostro un par de
taiwaneses, flaquitos y aniñados, inventores de una máquina para jugar al
pimpón en solitario; o el griego George Kalligeros, ingeniero de 24 años, con experiencia
en Tesla y Bentley, creador de un artilugio que convierte “en minutos”
cualquier bici en una eléctrica. Aquí no vale lo etéreo. Esto va de hardware, de productos físicos que mejoran hasta
encontrar el diseño perfecto. Los creadores muestran sus inventos recién
salidos del horno, como esta especie de fruto cerúleo, “pequeño y sexy”, dice su autora, la checa Kristina Cahojova, de
28 años, que llegó hace un mes y en 10 días tuvo listo su medidor de la
fertilidad femenina. Da mucho que pensar el potencial de un aparato semejante
conectado al móvil, a Internet: ¿Qué tipo de compras te sugerirá Google en días
fértiles? ¿Qué música? ¿Qué restaurantes? De esto, en el fondo, va el negocio.
De millones de aparatos conectados, generando información sobre patrones de
vida. Los expertos lo llaman IoT, el Internet de las cosas, en sus siglas en
inglés.
4. Hong Kong
“La gente aquí se rompe el culo a trabajar. ¿Crees que Suecia es
el mundo real? El mundo ha cambiado y Occidente no lo pilla”, dice el
cofundador de BRINC
DE IOT SABE bastante Bay
McLaughlin, estadounidense de 34 años, gorra surfera y mirada mesiánica, que
trabajó 10 años en Silicon Valley, 6 de ellos en Apple, hasta que se dio cuenta
de que vivía en el día de la marmota:
“Dejó de haber innovación. Se repetían los mismos pitches, las mismas ideas, modelos, inversores.
Entonces surgió una nueva tendencia: el hardware. Y lo vi
claro. Si quería participar en la siguiente revolución, necesitaba venir al sur
de China. Porque no va a suceder en Silicon
Valley. Todo lo que va a
tener impacto vendrá de Asia. Y China va a ser la locomotora”. Pero no se
asentó en Shenzhen, sino en la ciudad vecina, ya casi la misma, a 30 kilómetros
en línea recta, y separada por una frontera que cruzan 80 millones de personas
al año: Hong Kong, “el rostro occidental de China”, la llama, una de
las plazas financieras más poderosas, en cuyas calles se mezclan las razas, los
dialectos, las inversiones; la región administrativa especial, democrática,
futurista, donde se conduce por la izquierda, rige una ley basada en el common law y se cumplen 20 años desde que fue
devuelta por Reino Unido. Hoy forma parte del plan maestro de Pekín para el
Delta del Río de la Perla, ese clúster de ciudades que desembocan en el Mar del
Sur, al que también pertenece Shenzhen. Juntas suman 66 millones de habitantes,
y poco a poco se van uniendocon trenes de alta velocidad,
puentes kilométricos y acuerdos de libre comercio, conformando la mayor
megaciudad del planeta.
McLaughlin es cofundador de una
aceleradora de start-ups al
estilo de HAX. La suya se llama BRINC y posee la ventaja, dice, de estar a este lado de la censura
china, con la propiedad intelectual a buen recaudo, y a un pasito de Shenzhen,
el paraíso de componentes electrónicos al que acuden para armar sus prototipos
los recién llegados. Lo cuenta Florian Simmendinger, alemán de 28 años,
cofundador de Soundbrenner, una compañía que ha
desarrollado metrónomos digitales con forma de reloj de pulsera. El artilugio
vibra y marca el ritmo en la muñeca, un ingenio interesante para grupos de
música: su tam-tam sincroniza a todos
los miembros. La idea arrancó en Berlín; desarrollaron prototipos de forma
precaria. El primero, que despliega en una mesa, es grande y feo. Parece un
tensiómetro. Para perfeccionarlo necesitaban mejores motores de vibración. “En
la mayor tienda de electrónica de Berlín encontramos un solo modelo. Empezamos
a encargarlos por eBay, pero llegaban a las tres semanas”.
BRINC los seleccionó para su
programa, lo que implica una inversión y el traslado a Hong Kong, donde reciben
cursos, ayuda y un espacio para desarrollar el negocio. Nada más aterrizar,
cruzaron a Shenzhen y se adentraron en el epicentro del ecosistema de
componentes electrónicos, el mercado de Huaqiangbei. El lugar recuerda un
hormiguero, del que entran y salen vendedores y clientes arrastrando
carretillas con sacos de chips, placas, interruptores. Tiene el aspecto a medio
camino entre unos grandes almacenes y un mercado al por mayor de verduras, pero
con plantas dedicadas a audio, leds, telefonía, informática. En su interior se
oye cada poco el raaaasde la cinta
de embalar, porque todo parece venderse en cajas, a granel; y uno podría
fabricarse una réplica casi exacta del iPhone rebuscando entre los
puestecillos. El alemán quedó impresionado: “Una anciana me ofreció en un
carrito 300 motores de vibración distintos. Pensé: ‘Hemos venido al sitio
correcto”. A la semana visitaron al fabricante de los motores, pidieron uno a
medida. “Y en dos meses lo convertimos en esto”. Deja sobre la mesa esa especie
de reloj de pulsera que vibra y acompasa con su tam-tam a bandas alrededor del mundo: han vendido
unas 40.000 unidades.
El
ritmo. De eso también le gusta hablar al surfero McLaughlin, cuyo discurso
augura un futuro estilo Blade Runner, donde
el tiempo, claro, es dinero y la eficiencia es la vida: “Occidente no lo pilla.
La gente aquí se está rompiendo el culo a trabajar. Bienvenidos a la nueva
norma. ¿Crees que Suecia es el mundo real? Están jodidos. No es que a los
europeos no les guste trabajar. Allí se ha adoctrinado con que el equilibrio es
más importante que la productividad. Y está muy bien si el mundo va a ese
ritmo. Pero adivina, ha cambiado. Ahora es global. Y Europa ni siquiera sale en
la gráfica”. En ese mundo que vislumbra, cuyo magma se encuentra bajo sus pies,
marcado por horarios distintos, cruces de idiomas y el encuentro entre Este y
Oeste, el hardware, opina, es la clave. El
Internet de las cosas. Y los datos que generan esas cosas. En estos momentos
hay cerca de 1.000 millones de objetos conectados a la Red. Los cálculos más
exagerados hablan de que serán 100.000 millones en 2020. Un “superorganismo”,
lo denomina un informe de la OCDE, que conformará un “sistema nervioso digital
global”. Con pulsiones de información individual actualizada al segundo. “La
mayor revolución desde Internet”, según McLaughlin. En su opinión, “el software nos hace blandos. Porque significa que
puedes crear Instagram sentado en un sótano. Pero tampoco es el puto mundo
real. El mundo real es físico. Todos hablan de big
data e inteligencia artificial. Bien, ¿cómo recogemos los
datos de los objetos físicos? Por eso en BRINC empezamos donde empieza el
valor. Con el hardware.
Necesitamos introducir más wearables, más
sensores, más productos de hogar inteligentes. Para extraer los datos, dárselos
a los expertos en algoritmos y que puedan explotarlos”.
5. El nuevo oro
“LOS DATOS, HOY, son
más valiosos que el oro”, sonríe David Chang, director de MindWorks, una firma de capital riesgo
con sede en Hong Kong y el foco puesto en start-ups de
China. Él también migró de Silicon Valley a esta tierra. Su familia era dueña
del banco Kwong on de Hong Kong (lo vendieron a DBS). Su padre fue un inversor
destacado en EE UU, discípulo de Arthur Rock, a quien se atribuye haber acuñado
el término venture capital y la apuesta
por una de las primeras empresas de semiconductores de silicio en California en
los cincuenta, aquellas que moldearon el nombre Silicon Valley. Chang, de 34
años, nació en Mountain View. Fue al mismo instituto que Steve Jobs. Regresó a
casa porque desde aquí, asegura, en un radio de tres horas de avión, se tiene
acceso a 2.200 millones de personas. “Es un 30% de la humanidad. Os dejo un
rato para meditarlo”.
Tras la pausa
dramática, añade que el 70% de esa población aún no tiene Internet. Y que en la
próxima década, 1.300 millones de personas se conectarán a la Red. “Una locura,
como si toda China se enchufara de pronto”. Lo llama “la siguiente gran ola”. Y
quiere cabalgarla. Maneja un fondo de 70 millones de euros. Ha invertido en
distintas start-ups, como LaLa Move, un
servicio de car sharing, tipo
Uber, pero para mercancías. Pasar una tarde con él es como abrir una cremallera
y asomar el hocico a una dimensión futura en la que el eje del mundo gravita
hacia Asia. Habla del guanxi, las
relaciones de confianza necesarias para adentrarse en las inversiones chinas (y
que él se ganó curtiéndose en las ramas locales de Morgan Stanley y Credit
Suisse). De la forma en que se ha de lidiar con el Gobierno. De la diferencia
entre invertir en software y hardware (prefiere el soft: costes fijos, retorno mayor y en menor tiempo).
Y de por qué muchos servicios de Internet no cuestan un duro: “Si te ofrecen
algo gratis es que tú eres el producto. Si usas Facebook o WeChat, eres el
producto”.
Luego nos invita al
China Club, en el penthouse de
la vieja sede del Banco de China. Pide un dedo de whisky y, entre sorbitos,
arrebujado en un sillón de brocado y rodeado por una decoración tipo Shanghái
años cuarenta, se define como un “glocal”, habla del precio estratosférico del
mercado inmobiliario y aventura que, en caso de apocalipsis nuclear
estilo Kim Jong-un, solo sobrevivirán los bitcoins. Aconseja comprar.
Define esta región como “el centro del comercio mundial”. Shenzhen, como una
urbe “cruda, el wild wild West”. Y
el ático parece quedar a años luz de las fábricas polvorientas de Shenzhen,
donde todo comienza y hace girar la rueda. A la salida, un cartel de propaganda
comunista, que colecciona el dueño del local y hoy cuesta una fortuna, recuerda
ese origen. En el dibujo aparece un chino con sombrero de paja ante una
fábrica. Y un lema: “Rompamos con las convenciones extranjeras. Tracemos
nuestro propio camino hacia el desarrollo industrial”.
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